Capítulo 1 ~ Seres diminutos, verdosos y con antenitas en la cabeza

Seres diminutos, verdosos y con antenitas en la cabeza -alias extraterrestres- es de lo que trata esta historia. Si a usted no le gustan estas historias lo mejor es que cierre el libro y vuelva a ponerlo sobre la estantería o, en el caso de que lo haya comprado, puede dirigirse a la oficina de devolución de Supermercados El Corte Inglés(¿o debería decir hipermegaultrasupermercados?). Si lo ha comprado en otro establecimiento no le puedo asegurar su devolución, pero siempre puede regalárselo a ese amigo suyo tan rarito por su cumpleaños o revenderlo en esos mercadillos tan cutres típicamente americanos para vender bártulos que, en algunos casos, ni siquiera se sabe para qué sirven; antes de que nos pongamos a hablar de alienígenas.
Seres diminutos, verdosos y con antenitas en la cabeza era, precisamente, la percepción de cómo eran los extraterrestres que tiene Komoyo Diga, el protagonista de nuestra historia. Komoyo es un chaval tan obsesionado con el espacio que lo conoce mejor que su propio planeta. Quizás fuera así porque durante 14 años aguantó las estúpidas bromas de sus compañeros sobre su nombre hasta que perdió la esperanza en que los seres más inteligentes del universo fuesen esos estúpidos humanos. Razón por la cual omitiremos el apellido de Komoyo Diga de ahora en adelante para evitar que se me cuelen lectores tan estúpidos como para hacer esas bromas.

El padre de Komoyo Di..., quiero decir, Komoyo, es probablemente el humano más despistado que te puedes encontrar. Es ese tipo de persona que al salir de casa por las mañanas y coger el autobús, no se da cuenta de que no se ha quitado el pijama de ositos amorosos hasta que llega a la otra punta del pueblo, y eso a pesar de que al subir el autobús el conductor le había lanzado un "bonitos ositos" y que la vieja'l visillo del pueblo, que casualmente pasaba por allí, había estádose aguantando la risa todo el trayecto.
Tras una discusión con su esposa sobre el nombre de su futuro hijo, esta le contestó "¡¡Se llamará como yo diga!!" más que harta de las posibilidades que le ofrecía su marido. Según le había contado a Komoyo, su madre murió al dar a luz, y el despistado de su padre al olvidar el nombre final que su esposa le obligó a poner al niño, le dotó de aquel dudoso nombre. Quizás así su esposa fuera medianamente feliz en el otro barrio.

Komoyo y su padre, Simón, vivían en una sierra de Cádiz, concretamente en Mataporculo. Para Komoyo, un Iker Jiménez de todo lo extraterrestre, vivir en un sitio así era poco menos que una tortura: allí nunca pasaba nada raro más allá de que el panadero no trajese el pan.
Al menos a Komoyo le quedaba la posibilidad de juguetear con la idea de que el panadero no había traído el pan en esa ocasión porque lo habían abducido unos seres diminutos, verdosos y con antenitas en la cabeza.

Quizás fuera buena idea investigar a fondo al panadero...

Un día al volver del lugar donde los estúpidos humanos se dedicaban a hacer estúpidas bromas con el nombre de nuestro protagonista, Komoyo se topó con una piedra un tanto peculiar. Era del tamaño de un puño, perfectamente cúbica, tenía dibujos muy extraños por toda su superficie y un extraño botón con una luz azulada que parpadeaba débilmente. Komoyo; el cual ha visto más películas de ciencia ficción que usted, la totalidad de sus colegas y todos sus familiares cercanos y lejanos, supo al instante que eso no procedía de un planeta cuyos moradores tenían por afición meterse con el nombre de los protagonistas de historias de ciencia ficción. Y suponiendo que no era de ese planeta se lo llevó de buena gana.

La habitación de Komoyo es una típica habitación de un friki del espacio. Libros, películas, videojuegos, la cenefa, las mantas de las camas, e incluso planetas de plástico que colgaban del techo... todo estaba relacionado con el espacio. Incluso había obligado a su padre imitar a el maestro Yoda cuando entrara a su cuarto, para no romper, por supuesto, el aura espacial de la habitación.

Komoyo puso el cubo en su escritorio. No sabía qué iba a pasar cuando pulsara el botón, pero había muchas posibilidades de que fuera más interesante que especular sobre la razón por la cual el panadero no había traído el pan aquella mañana.

Pulsó el botón. Acto seguido, el cubo de dividió en dos partes, una superior y otra inferior. Y luego cada parte se agrandó, antes de mostrar a modo de holograma un mapa tridimensional de la galaxia. De nuestra galaxia en concreto: La Vía Láctea.

Komoyo se fijó en que había algunos puntos verdes, otros azules, y otros rojos. Como es un comportamiento normal en un terráqueo, lo primero que hizo fue buscar el planeta Tierra.

La Tierra estaba marcada por un punto rojo vivo que parpadea alarmantemente rápido. Komoyo se acercó más y se le apareció un mapa tridimensional del planeta. Ahora no había puntos verdes, azules ni rojos. Esta vez se mostraban solamente puntos morados en algunas zonas del planeta. Y sólo un amarillento punto aislado.

Ese punto amarillo que, al ampliar, comprobó que se encontraba a escasos minutos de su casa. ¿Sería aquella su oportunidad de encontrarse con los seres diminutos, verdosos, y con antenitas en la cabeza?